La princesa creció feliz durante un tiempo, en compañía de
sus padres, ayudando a todo tipo de enfermos a sanar sus heridas, y haciendo
del castillo de los reyes el más lujoso de cuantos se hubiesen visto en mucho tiempo.
Los cubiertos, las copas, los marcos de cuadros y ventanas, y muchas más cosas
eran ahora de oro, gracias a los poderes de Violetta. Pero la noticia de las
habilidades de la princesa también había llegado a oídos de bandidos y
príncipes avariciosos, que querían utilizar los poderes de la princesa en
beneficio propio, por lo que la princesa tuvo que ser encerrada en una torre,
con solo seis años, a la que sólo sus padres y Glinda, la reina del bosque,
tenían acceso utilizando una llave que el hada había encantado para tal
cometido.
Al año de ser encerrada en la torre, nació la segunda hija
de los reyes, Regina. Los reyes hicieron otra celebración, pero mucho más
discreta. Invitaron sólo a sus amigos más próximos, entre los cuales estaba
Glinda. Pero no contrataron a bufones ni saltimbanquis como para el nacimiento
de su primogénita. La reina de las hadas, ante el temor de que la nueva
princesa corriese el mismo destino que Violetta, no le dio ninguna habilidad
especial, pero a cambio la dotó de los dones más valiosos que puede haber:
belleza y sabiduría.
Los años pasaron, y las princesas crecieron. Violetta creció
en la torre, aislada del mundo real. A medida que crecía, se iba convirtiendo
en una joven bastante guapa, madura, con un cabello de un rubio dorado intenso
que resplandecía a la luz del sol, y unos preciosos ojos del color del mar.
Violetta recibía como única compañía a sus padres y dos veces al año, recibía
también la visita de su hermana siete años menor, el día del cumpleaños de cada
hermana, y solo esos dos días. También recibía diariamente la visita de Glinda,
que se encargó de su educación. Le dio
nociones literatura, astronomía, botánica ciencias, historia…, hacía todo lo
posible para que Violetta olvidase el mundo exterior, con gran pesar de su
corazón, pues ella era la principal causante de que la princesa de oro
estuviese encerrada en la torre. Y maldecía una y otra vez la codicia y la
avaricia de los hombres.
Regina, por el contrario, creció rodeada de lujos y
caprichos. Al igual que ocurrió con su hermana, y cumpliendo la promesa de
Glinda, se convirtió en una mujer bellísima, por lo que iba pavoneándose por
doquier, sabiéndose una de las mujeres más guapas del reino. A la par que bella,
se convirtió en una mujer engreída, arrogante, maleducada. Trataba a todo el
mundo con un tono condescendiente. Hacía ver a todos que ella se creía la mejor
en todo, que ella era superior a todos, incluso a sus padres. Sin embargo, en
su interior, ella sabía que no era así. Regina sentía una profunda envidia por
su hermana mayor. La había sentido
siempre. Violetta tenía poderes mágicos, mientras que ella, la más bella de
todas las princesas de su linaje, ¡solo tenía la belleza como único don! La
sabiduría, la consideraba como algo típico de otro tipo de gente: hombres y
mujeres entrados en años que, aburridos, miraban a las estrellas desde sus
casas por la noche, intentando descifrar los secretos del cosmos. No,
definitivamente la sabiduría no podía contarla como un don, por mucho que
Glinda se lo hubiese concedido. Sus padres habían intentado instruirla,
contratando a los eruditos más sabios del reino, pero ella no se había dejado
instruir. Cuando era pequeña se limitaba a esconderse de sus maestros en las
interminables habitaciones del inmenso palacio; a escaparse corriendo en medio
de una lección para perderse por las calles del mercado; o a fingir sentirse
enferma con tal de no dar clase. Según fue creciendo, empezó a utilizar otro
tipo de métodos para librarse de sus lecciones, hasta que llegó un punto en que
llegó a amenazar a uno de sus maestros, sin que lo supiesen sus padres, con que
si volvía a darle clase mandaría que lo azotasen. A partir de ese momento no
tuvo más maestros. Con la belleza Regina se bastaba. Ahora sólo tenía que
encontrar la forma de conseguir poderes mágicos.
. . .
Violetta suspiró. Había acabado
de leer por quinta vez su libro preferido, “El
príncipe de los ladrones” .La clase de botánica de Glinda de ese día le
había resultado agotadora, y tenía que aprenderse una lista interminable de
nombres de plantas para el día siguiente. Estaba cansada. Cansada de vivir en
una torre sin poder comunicarse con nadie más que con sus padres cuando la iban
a ver cada puesta de sol y con Glinda, que no hacía otra cosa que aburrirla con
eternas lecciones de historia, largas noches observando las estrellas, o
eternas listas de nombres que tenía que memorizar. ¿Por qué? Violetta solo
sabía que, tras la visita de un hombre la habían encerrado allí, en la torre de
ese castillo. No recordaba gran cosa de él, salvo que iba vestido con ropas que
parecían de un noble, y que llevaba dibujado un cuervo negro en su capa verde.
Antes de la visita de este hombre, ella era feliz con sus padres y sus
súbditos. Los primeros años de su encierro, preguntaba a sus padres y a Glinda
por el motivo de este, pero todos se negaban a responder o a hablar sobre el
tema.
Volvió a mirar el libro que
estaba sobre su mesa. Si al menos pudiese escaparse volando como hizo el
príncipe… De repente picaron a la puerta. Miró por la ventana. La puesta de
sol. Sus padres habían ido a verla. Le habían traído un libro nuevo, como cada
mes. El libro de ese mes tenía las tapas de color azul marino. Ese color le recordó
al vestido de una muñeca con la que solía jugar de pequeña pero que regaló a su
hermana en cuanto nació.
Como cada día, Violetta pasó el
atardecer y parte de la noche con sus padres. Hablaron, cenaron juntos, rieron,
y contaron las historias de sus antepasados, como hacían cada día. En esos
momentos, Violetta se sentía un poco menos desdichada y un poco menos sola,
pero esa felicidad desaparecía en cuanto sus padres se iban y ella volvía a
quedar sola.
Así siguió días, semanas, meses,
años, hasta que, un desafortunado día, sus padres murieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario