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La princesa de oro (2)



La princesa creció feliz durante un tiempo, en compañía de sus padres, ayudando a todo tipo de enfermos a sanar sus heridas, y haciendo del castillo de los reyes el más lujoso de cuantos se hubiesen visto en mucho tiempo. Los cubiertos, las copas, los marcos de cuadros y ventanas, y muchas más cosas eran ahora de oro, gracias a los poderes de Violetta. Pero la noticia de las habilidades de la princesa también había llegado a oídos de bandidos y príncipes avariciosos, que querían utilizar los poderes de la princesa en beneficio propio, por lo que la princesa tuvo que ser encerrada en una torre, con solo seis años, a la que sólo sus padres y Glinda, la reina del bosque, tenían acceso utilizando una llave que el hada había encantado para tal cometido.


Al año de ser encerrada en la torre, nació la segunda hija de los reyes, Regina. Los reyes hicieron otra celebración, pero mucho más discreta. Invitaron sólo a sus amigos más próximos, entre los cuales estaba Glinda. Pero no contrataron a bufones ni saltimbanquis como para el nacimiento de su primogénita. La reina de las hadas, ante el temor de que la nueva princesa corriese el mismo destino que Violetta, no le dio ninguna habilidad especial, pero a cambio la dotó de los dones más valiosos que puede haber: belleza y sabiduría.  

Los años pasaron, y las princesas crecieron. Violetta creció en la torre, aislada del mundo real. A medida que crecía, se iba convirtiendo en una joven bastante guapa, madura, con un cabello de un rubio dorado intenso que resplandecía a la luz del sol, y unos preciosos ojos del color del mar. Violetta recibía como única compañía a sus padres y dos veces al año, recibía también la visita de su hermana siete años menor, el día del cumpleaños de cada hermana, y solo esos dos días. También recibía diariamente la visita de Glinda, que se encargó de su educación.  Le dio nociones literatura, astronomía, botánica ciencias, historia…, hacía todo lo posible para que Violetta olvidase el mundo exterior, con gran pesar de su corazón, pues ella era la principal causante de que la princesa de oro estuviese encerrada en la torre. Y maldecía una y otra vez la codicia y la avaricia de los hombres.
Regina, por el contrario, creció rodeada de lujos y caprichos. Al igual que ocurrió con su hermana, y cumpliendo la promesa de Glinda, se convirtió en una mujer bellísima, por lo que iba pavoneándose por doquier, sabiéndose una de las mujeres más guapas del reino. A la par que bella, se convirtió en una mujer engreída, arrogante, maleducada. Trataba a todo el mundo con un tono condescendiente. Hacía ver a todos que ella se creía la mejor en todo, que ella era superior a todos, incluso a sus padres. Sin embargo, en su interior, ella sabía que no era así. Regina sentía una profunda envidia por su hermana mayor.  La había sentido siempre. Violetta tenía poderes mágicos, mientras que ella, la más bella de todas las princesas de su linaje, ¡solo tenía la belleza como único don! La sabiduría, la consideraba como algo típico de otro tipo de gente: hombres y mujeres entrados en años que, aburridos, miraban a las estrellas desde sus casas por la noche, intentando descifrar los secretos del cosmos. No, definitivamente la sabiduría no podía contarla como un don, por mucho que Glinda se lo hubiese concedido. Sus padres habían intentado instruirla, contratando a los eruditos más sabios del reino, pero ella no se había dejado instruir. Cuando era pequeña se limitaba a esconderse de sus maestros en las interminables habitaciones del inmenso palacio; a escaparse corriendo en medio de una lección para perderse por las calles del mercado; o a fingir sentirse enferma con tal de no dar clase. Según fue creciendo, empezó a utilizar otro tipo de métodos para librarse de sus lecciones, hasta que llegó un punto en que llegó a amenazar a uno de sus maestros, sin que lo supiesen sus padres, con que si volvía a darle clase mandaría que lo azotasen. A partir de ese momento no tuvo más maestros. Con la belleza Regina se bastaba. Ahora sólo tenía que encontrar la forma de conseguir poderes mágicos.
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Violetta suspiró. Había acabado de leer por quinta vez su libro preferido, “El príncipe de los ladrones” .La clase de botánica de Glinda de ese día le había resultado agotadora, y tenía que aprenderse una lista interminable de nombres de plantas para el día siguiente. Estaba cansada. Cansada de vivir en una torre sin poder comunicarse con nadie más que con sus padres cuando la iban a ver cada puesta de sol y con Glinda, que no hacía otra cosa que aburrirla con eternas lecciones de historia, largas noches observando las estrellas, o eternas listas de nombres que tenía que memorizar. ¿Por qué? Violetta solo sabía que, tras la visita de un hombre la habían encerrado allí, en la torre de ese castillo. No recordaba gran cosa de él, salvo que iba vestido con ropas que parecían de un noble, y que llevaba dibujado un cuervo negro en su capa verde. Antes de la visita de este hombre, ella era feliz con sus padres y sus súbditos. Los primeros años de su encierro, preguntaba a sus padres y a Glinda por el motivo de este, pero todos se negaban a responder o a hablar sobre el tema.
Volvió a mirar el libro que estaba sobre su mesa. Si al menos pudiese escaparse volando como hizo el príncipe… De repente picaron a la puerta. Miró por la ventana. La puesta de sol. Sus padres habían ido a verla. Le habían traído un libro nuevo, como cada mes. El libro de ese mes tenía las tapas de color azul marino. Ese color le recordó al vestido de una muñeca con la que solía jugar de pequeña pero que regaló a su hermana en cuanto nació. 

Como cada día, Violetta pasó el atardecer y parte de la noche con sus padres. Hablaron, cenaron juntos, rieron, y contaron las historias de sus antepasados, como hacían cada día. En esos momentos, Violetta se sentía un poco menos desdichada y un poco menos sola, pero esa felicidad desaparecía en cuanto sus padres se iban y ella volvía a quedar sola.

Así siguió días, semanas, meses, años, hasta que, un desafortunado día, sus padres murieron.

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